El día perfecto que conocí a Wim Wenders en Tokyo.

Relato personal y visual desde Tokyo tras caminar por las locaciones de Perfect Days

Ese día salí solo a caminar por Tokio, buscando encontrarme con algo que quería ver después de la primera vez que fui a Japón: alguna de las locaciones que vi en una película con la que generé un apego visual y emocional, gracias a la relación que el director Wim Wenders me ha dejado después de honrar cuatro películas, además de esta, que durante mucho tiempo llevaré conmigo. Al menos hasta caminar todas las locaciones de Perfect Days.

No quiero irme directo a mi relato básico sin mencionar las obras geniales que guardo en mi mente de este director, y que recomiendo ampliamente. La primera es El cielo sobre Berlín, o mejor conocida como Las alas del deseo. La segunda: París, Texas. La tercera es el documental Tokyo-Ga, sobre la vida de Yasujirō Ozu, un cineasta japonés. Y la cuarta recomendación, que la mayoría de nuestra generación ha visto o al menos ha escuchado: Buena Vista Social Club. Hay mucho más que recomendar, pero estas son las obras de Wim Wenders que guardo en mi cava personal.

No podía visitar todas las locaciones que quería de la película —todas ubicadas en Tokyo—, pero elegí dos fundamentos visuales y narrativos de Perfect Days para mí: la casa de Hirayama y el baño que se vuelve opaco automáticamente al cerrar la puerta, porque además tiene una selección de color genial.

Salí desde la estación de Kodemachō hasta la estación del Skytree, porque uno de los grandes protagonistas de hierro es este personaje de 634 metros de altura: el tercero más alto del mundo. La idea era irme en camión para llegar a la primera locación, la más importante, ya que resguarda la rutina de Hirayama. Pero el camión se fue hacia el otro lado, y caminé desde Skytree hasta llegar al primer punto. Mi gran fantasía mental a veces me ponía en los zapatos de este personaje, caminando y reflexionando dónde estaba mi eje, mi equilibrio, pensando en todos los que estaban y los que habían huido, mientras las cuadras se hacían más pequeñas y de fondo siempre el gran Skytree. Las tomas cambiaban, pero el gigante siempre sobresalía: perfecto, sólido, como un holograma, pero con una presencia feroz, como todo lo organizado en ese gran país.

Hacía pausas, y me arrepiento de haber sido tan tímido con la cámara. Todo lo recuerdo, pero no todo lo guardé: el tráfico local, las bicicletas con ancianos, madres y estudiantes en sus actividades, constructores uniformados arreglando todo para que no haya fallas, callejones, puentes, el río que pasa por en medio… y luego, Wim Wenders dirigiendo mi vuelta en la esquina con una toma en slow motion y, después, en primer plano, mis ojos brillando por la alegría de encontrarme con ese tesoro guardado. Faltaron dos cosas: la vending y Hirayama. Posiblemente porque no les dije que iba, ese día no estaban ahí.

Lamentablemente, nadie vio este guion, pero cómo lo disfruté y cómo lo guardo con una sonrisa que, cuando lo recuerdo, me genera una paz distinta, ficticia, pero paz al fin.

Aquí les recomiendo ir al baño o por algo para beber.

Me despedí de la casa del protagonista y, como llegué, me fui, pensando en todo lo que me daba tiempo de pensar antes de volver a imaginar a la gente del vecindario: quiénes vivían en el edificio del otro lado del puente, quién me vio desde la ventana cuando tomaba fotos, qué pensaría Kōji Yakusho si me hubiera visto, si me lo hubiera encontrado, con qué pregunta lo molestaría… Y cuando volteé, ya estaba en la estación de Oshiage. De ahí hacia la estación de Yoyogi, 42 minutos después.

Salí del metro, di la vuelta y lo primero que busqué fueron los otros protagonistas. Pero no los veía por ningún lado, y por un momento pensé: “Eres un idiota, Manuel. Era un montaje que hicieron para la película y tú aquí, en medio de un parque lleno de niños, con una cámara, en Japón, extranjero… bueno, un cuadro caótico.” Pero de pronto, detrás de un árbol, empezaron a brotar las figuras cuadradas y rectangulares de los famosos baños que la gente de The Tokyo Toilet tiene perfectamente limpios. El vínculo se había completado: conocía la casa y el trabajo de Hirayama. Seguramente por ahí salgo en los créditos de la película y Wim Wenders ni me avisó. Qué poca ética.

Me senté, sudando un poco porque gordo, y justo cuando apuntaba mi cámara para medir la luz… ¡se apareció Hirayama! Bueno, uno de sus compañeros de trabajo, pero para mí era él, el verdadero, no el de la película. Y mientras yo hacía mi trabajo, él también hacía el suyo, pero siempre supo que yo estaba ahí, porque cuando terminó, me dijo con la mirada: “Gracias por venir. Ahora sí te dejo para que tomes las fotos que quieras.”

0:00
/0:02
0:00
/0:05

Si tú hubieras estado ahí, me creerías. Todo pasó. Tan de guion de película que, ante tanto asombro, dejé de tomar fotografías y me perdí en el vacío vegetal. Dejé mucho de eso en manos de mi memoria, que empieza a hacer corto circuito, pero el ruido, los colores, los olores de lo urbano, del interior del baño (impecable, por cierto), toda la estela de que algún día eso fue un escenario para una película que vi y que llevo varios días como amuleto… con ese aparentemente simple pero gran recuerdo.

Todo eso, toda esa fábula. Es lo que, a veces, hace que los días no sean perfectos, pero sí más ligeros, al recordar que anduve por ahí.

El próximo capítulo de este post va a ser todo el circuito de locaciones, si es que en ese momento existen, para encontrarme con más esencias con fantasmas de mi gran imaginación y lograr, ahora sí, documentar cada paso sin poner excusas ni dejar de disparar con mi lente por pena.

Porque uno sabe que todo es mejor, cuando los guiones de vida, los escribes tú.

Subscribe to Chilepazote

Don’t miss out on the latest issues. Sign up now to get access to the library of members-only issues.
jamie@example.com
Subscribe